domingo, 27 de octubre de 2013

Como las teclas del piano

futuro en blanco y negro

Pedrito y yo no siempre fuimos uña y carne. Hubo una turbia época  en que éramos enemigos jurados. Peleábamos por cualquier cosa: porque mi perro le ladraba, porque le ganaba a las canicas, porque encontrábamos el mismo sitio para escondernos cuando jugábamos al escondite o porque ambos queríamos jugar cerca de la niña Gisela en el patio de la escuela.   


Pedrito y yo teníamos la misma edad y desde segundo grado peleábamos por la atención de la niña Gisela, la hija del maestro Fermín. Pedrito tenía el nombre bien puesto. Cuando me pegaba me dejaba con los brazos y el pecho dolorido y aunque yo le devolvía los golpes su cuerpo pardo y pétreo parecía no sentir dolor alguno. También era más veloz que yo  subiendo a los árboles, pero yo nunca quise reconocerlo; como no teníamos forma de medir el tiempo, siempre se quedó con la curiosidad de saber quién era más ágil.

Ambos íbamos a la misma clase, pero él debía sentarse al fondo con los pocos niños negros qué iban a la escuela. Durante casi un curso las riñas se repitieron por múltiples razones,  sobre todo desde el día en que le vi entregando una flor a la niña Gisela en el recreo. A partir de ahí, me burlaba de sus labios voluminosos  como duraznos o de su piel olorosa a vainilla. Le decía que olía dulce como una niña y enseguida nos enzarzábamos en otra disputa.
A pesar de una refriega tras otra, siempre andábamos cerca el uno del otro. Un día le sorprendí acariciando a mi perro Rufo y ofreciéndole una galleta, que seguramente le habría dado algún vecino por hacerle un recado. Les observé escondido tras un barril de agua que había delante de su casa y vi sorprendido como Rufo le lamía la mano y la cara. Pensé entonces que no sería mal chico si Rufo lo había aceptado como amigo.

–¿Qué hubo con mi perro?¿Qué haces? –Le pregunté casi cordialmente.
–Nada, le di una galleta y ahora es mi amigo. Es un buen perro.

Por primera vez en meses de discordia Pedrito me sonreía y no cerraba el puño. Parecía que era la primera vez que hablábamos sin gritarnos y me pareció que quería hablarme, pero su madre le llamó a comer.

Después de eso siempre que Rufo estaba conmigo,  Pedrito se acercaba,  le pasaba la mano por debajo del morro, le daba una palmadita a la que Rufo respondía moviendo la cola, y permanecía cerca nuestro jugando a la trompa. A veces Rufo y yo jugábamos a la pelota, pero  Rufo le entregaba la pelota a Pedrito, este se la volvía a lanzar y Rufo me la traía de vuelta. Y así nos mantuvimos sin hablarnos durante varios días.

Rufo y yo éramos un buen equipo hasta que apareció Pedrito. Un día coincidimos por casualidad en la piedra alta de la colina donde  podíamos  ver y escuchar a la niña Gisela tocando el piano. Su casa estaba a mitad de la colina y la piedra quedaba justo por encima del patio de la casa colonial. Desde la piedra, tumbado sobre ella, a través del amplio ventanal, podía divisar la imagen tornasolada de Gisela. Siempre me había asegurado de ir solo con Rufo hasta la piedra. Mientras yo observaba a Gisela, Rufo vigilaba si venía alguien. Si pasaba algún vecino de la zona, Rufo gruñía y yo me levantaba de mi colosal diván y pretendía jugar a las canicas. Sin embargo esta vez, Rufo no me avisó que alguien se acercaba y Pedrito me sorprendió en mi ansiada vigilia.

Nos miramos de frente como rivales que éramos, pero Rufo se interpuso entre nosotros restregando su cuerpo contra las piernas de Pedrito. Este le acaricio y se sentó en la piedra. En ese momento Gisela comenzó a tocar y una música tan dulce como ella se escuchó. Rápidamente ambos nos recostamos en la piedra y la observamos tumbados con el rostro entre las manos, embelesados ante tanta belleza. Cerré los ojos y por unos instantes soñé que Gisela acariciaba mi cara como acariciaba las teclas de su piano.

Cuando abrí los ojos vi sorprendido como una lluvia de caramelos caía muy cerca de nosotros y Pedrito me dijo –Sabía que estábamos aquí. Salió al patio y me escondí detrás de la piedra. Nos ha lanzado caramelos.


A partir de ese día fuimos inseparables Pedrito, Rufo y yo. Nos convertimos en los tres mosqueteros, compañeros inseparables unidos por el amor a la más afable y dadivosa de todas las niñas. Cuando días después cada uno le regaláramos una flor silvestre, ella nos dijo que éramos como las teclas de su piano. Y así fue siempre fuimos como ébano y marfil, como las teclas de su piano, siempre unidas.

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