futuro en blanco y negro |
Pedrito y yo no siempre fuimos uña y carne. Hubo una turbia época en que éramos enemigos jurados. Peleábamos
por cualquier cosa: porque mi perro le ladraba, porque le ganaba a las canicas,
porque encontrábamos el mismo sitio para escondernos cuando jugábamos al
escondite o porque ambos queríamos jugar cerca de la niña Gisela en el patio de
la escuela.
Pedrito y yo teníamos la misma edad y desde segundo grado peleábamos
por la atención de la niña Gisela, la hija del maestro Fermín. Pedrito tenía el
nombre bien puesto. Cuando me pegaba me dejaba con los brazos y el pecho
dolorido y aunque yo le devolvía los golpes su cuerpo pardo y pétreo parecía no
sentir dolor alguno. También era más veloz que yo subiendo a los árboles, pero yo nunca quise
reconocerlo; como no teníamos forma de medir el tiempo, siempre se quedó con la
curiosidad de saber quién era más ágil.
Ambos íbamos a la misma clase, pero él debía sentarse al
fondo con los pocos niños negros qué iban a la escuela. Durante casi un curso
las riñas se repitieron por múltiples razones,
sobre todo desde el día en que le vi entregando una flor a la niña
Gisela en el recreo. A partir de ahí, me burlaba de sus labios voluminosos como duraznos o de su piel olorosa a
vainilla. Le decía que olía dulce como una niña y enseguida nos enzarzábamos en
otra disputa.
A pesar de una refriega tras otra, siempre andábamos cerca el
uno del otro. Un día le sorprendí acariciando a mi perro Rufo y ofreciéndole
una galleta, que seguramente le habría dado algún vecino por hacerle un recado.
Les observé escondido tras un barril de agua que había delante de su casa y vi
sorprendido como Rufo le lamía la mano y la cara. Pensé entonces que no sería
mal chico si Rufo lo había aceptado como amigo.
–¿Qué hubo con mi perro?¿Qué haces? –Le pregunté casi
cordialmente.
–Nada, le di una galleta y ahora es mi amigo. Es un buen
perro.
Por primera vez en meses de discordia Pedrito me sonreía y no
cerraba el puño. Parecía que era la primera vez que hablábamos sin gritarnos y
me pareció que quería hablarme, pero su madre le llamó a comer.
Después de eso siempre que Rufo estaba conmigo, Pedrito se acercaba, le pasaba la mano por debajo del morro, le
daba una palmadita a la que Rufo respondía moviendo la cola, y permanecía cerca
nuestro jugando a la trompa. A veces Rufo y yo jugábamos a la pelota, pero Rufo le entregaba la pelota a Pedrito, este se
la volvía a lanzar y Rufo me la traía de vuelta. Y así nos mantuvimos sin
hablarnos durante varios días.
Rufo y yo éramos un buen equipo hasta que apareció Pedrito. Un
día coincidimos por casualidad en la piedra alta de la colina donde podíamos ver y escuchar a la niña Gisela tocando el
piano. Su casa estaba a mitad de la colina y la piedra quedaba justo por encima
del patio de la casa colonial. Desde la piedra, tumbado sobre ella, a través
del amplio ventanal, podía divisar la imagen tornasolada de Gisela. Siempre me
había asegurado de ir solo con Rufo hasta la piedra. Mientras yo observaba a
Gisela, Rufo vigilaba si venía alguien. Si pasaba algún vecino de la zona, Rufo
gruñía y yo me levantaba de mi colosal diván y pretendía jugar a las canicas. Sin
embargo esta vez, Rufo no me avisó que alguien se acercaba y Pedrito me
sorprendió en mi ansiada vigilia.
Nos miramos de frente como rivales que éramos, pero Rufo se
interpuso entre nosotros restregando su cuerpo contra las piernas de Pedrito.
Este le acaricio y se sentó en la piedra. En ese momento Gisela comenzó a tocar
y una música tan dulce como ella se escuchó. Rápidamente ambos nos recostamos
en la piedra y la observamos tumbados con el rostro entre las manos,
embelesados ante tanta belleza. Cerré los ojos y por unos instantes soñé que
Gisela acariciaba mi cara como acariciaba las teclas de su piano.
Cuando abrí los ojos vi sorprendido como una lluvia de
caramelos caía muy cerca de nosotros y Pedrito me dijo –Sabía que estábamos
aquí. Salió al patio y me escondí detrás de la piedra. Nos ha lanzado
caramelos.
A partir de ese día fuimos inseparables Pedrito, Rufo y yo.
Nos convertimos en los tres mosqueteros, compañeros inseparables unidos por el
amor a la más afable y dadivosa de todas las niñas. Cuando días después cada
uno le regaláramos una flor silvestre, ella nos dijo que éramos como las teclas
de su piano. Y así fue siempre fuimos como ébano y marfil, como las teclas de
su piano, siempre unidas.
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