Una rana cantarína contenta por la suave llovizna que caía, me despertó mientras aún sostenía en mis brazos a la pequeña. Busqué en la bolsa la ropa que le había confeccionado durante mi larga espera: un sencillo vestido de algodón amarillo y un pañal blanco. La vestí con el vestido, le até un pañal con dos alfileres, y tras envolverla en un pañal blanco más grande y me puso en pie.
Aun no había amanecido, la luna llena alumbraba el campo. Varias ranas croaban al unísono una monótona canción. A lo lejos los gallos cantaban al alba. Los tiros habían cesado. Era el momento de moverse, pero la niña comenzó a quejarse. La coloqué en el pecho, y ella apretó con su boquita el pezón. Al principio succionaba con suavidad gimoteando a la vez, más luego puso más fuerza y la leche comenzó a brotar.
Durante unos minutos decidí esperar y me volví a sentar sobre el húmedo paño donde había pasado la noche, mientras protegía a mi hija de la pertinaz llovizna que caía. Si, en ese preciso instante me enfrenté a mi realidad; ahora tenía una hija. Debía verlar por las dos. Cuando esta cansada se durmió, me puse en camino.
Muchas cosas pasaron por mi mente. No sabía qué hacer. Antes del nacimiento tenía las cosas más claras. Había pensado tomar el autobús para La Habana, vivir allá con la prima Rosario hasta conseguir un trabajo y dar el bebé en adopción, pero las cosas habían cambiado. Ahora la bebita estaba aquí conmigo. Había venido al mundo con mi única ayuda. La había limpiado, vestido, alimentado. Habíamos dormido muy unidas. Sentir su calor, su incipiente fuerza al mover sus manitas, tan perfectas y pequeñas a la vez, sentirla sobre mi pecho me causaba tal emoción que lagrimas de alegría me nublaron los ojos. Mi niña se removió y gimió.
Su su su, tranquila mamá está aquí, la acunaba y arrullaba.
Tenía que decidir qué era lo mejor para las dos y eché andar. Esta vez mis pasos decididos fueron de vuelta hacia casa.
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Ya no arrastraba los pies, sus pasos eran más resueltos. Su largo cabello negro enmarañado flotaba suelto al aire, las lágrimas empañaban su visión, pero nada interrumpía su camino.
El lodo dificultaba sus pasos, así que iba con cuidado para no caer. Los perros del vecindario le anunciaron que las primeras casas estaban cerca. Uno de ellos se acercó moviendo su cola a modo de saludo. Alegremente saltaba a su alrededor mientras ella seguía avanzando.
Hola Campeón. Déjame continuar,
Campeón pareció entender y le permitió seguir andando sin colocarse en medio de su camino, pero le siguió a modo de escolta.
Pronto despertarían los vecinos y no quería encontrarme con nadie. Estaba decidida. Sabía que necesitaría mucha fuerza de voluntad para lo que estaba por hacer.
¿Estás segura de lo que vas a hacer? Te parecerá bonito –su conciencia regañona le preguntaba– abandonar a tu bebé...
–No la abandonare. La dejaré con mi madre...darla en adopción es abandonarla...
– Pero le ibas a dar una oportunidad de una vida mejor..., continúo su conciencia.
–Yo le daré una vida mejor. Lo intentaré. Buscaré un buen trabajo y volveré por ella.
Moví la cabeza como para despejar ideas diferentes. Hacía tiempo que había decidido marcharme del pueblo y no era momento de echarse atrás. Era la única manera que tenía de salir del infierno en que había estado viviendo desde hacía un par de años, desde que la familia con la que había vivido casi toda su infancia, emigró a España, y me vi obligada a volver a casa con mi madre, su padrastro y hermanastros a los que apenas conocía.
Estaba resuelta. Continué andando hasta llegar a escasos pasos de la puerta de mi humilde casa. Era un bohío bastante amplio, cuatro estancias de paredes de adobe y tejado de hojas de guano. La puerta principal estaba al otro lado y daba a la salita. Desde ella se accedía a los dos dormitorios y a la cocina desde donde se podía llegar al patio a través de la puerta que ahora observaba.
En el patio los animales se revolvieron, como respuesta a mi presencia, reclamaban su alimento.
Le dí un último abrazo a mi hija, la miré a los ojos y le prometí:
Volveré pronto cariño. Te lo prometo. Mamá volverá por ti.
Cuidadosamente envolví su pequeño cuerpo dormido en el pañal grande y caminé hasta la puerta. La depositó en el suelo y golpeé la puerta con fuerza. Dentro la voz de mi madre respondió protestando.
–¡Pero por dios! ¿Quién llama a estas horas? ¿Eres tú Mariana? ¡Vas a ver! ¡Estas no son horas! ¡Yo voy a ver donde tú estabas metida?
Una última mirada a mi hija y eche a correr y logré esconderme junto a una casa cercana.
Desde mi posición vi como se encendió una luz en la cocina y la puerta se abrió. Mi madre con el cabello cubierto por una redecilla y en bata de casa, apareció en la puerta dando voces que molestaron a la recién nacida que comenzó a llorar, entonces reparó en ella. Se inclinó y la tomó en brazos. Miró a su alrededor. Buscando en la oscuridad la respuesta que necesitaba, pero solo Campeón, el perro parecía estar cerca. Echo un último vistazo, y decidió entrar y cerrar la puerta.
Con la cara cubierta de lágrimas eché a correr, de nuevo hacia la salida del pueblo en dirección a la parada de autobuses. Ni una sola vez miré atrás.
Aun no había amanecido, la luna llena alumbraba el campo. Varias ranas croaban al unísono una monótona canción. A lo lejos los gallos cantaban al alba. Los tiros habían cesado. Era el momento de moverse, pero la niña comenzó a quejarse. La coloqué en el pecho, y ella apretó con su boquita el pezón. Al principio succionaba con suavidad gimoteando a la vez, más luego puso más fuerza y la leche comenzó a brotar.
Durante unos minutos decidí esperar y me volví a sentar sobre el húmedo paño donde había pasado la noche, mientras protegía a mi hija de la pertinaz llovizna que caía. Si, en ese preciso instante me enfrenté a mi realidad; ahora tenía una hija. Debía verlar por las dos. Cuando esta cansada se durmió, me puse en camino.
Muchas cosas pasaron por mi mente. No sabía qué hacer. Antes del nacimiento tenía las cosas más claras. Había pensado tomar el autobús para La Habana, vivir allá con la prima Rosario hasta conseguir un trabajo y dar el bebé en adopción, pero las cosas habían cambiado. Ahora la bebita estaba aquí conmigo. Había venido al mundo con mi única ayuda. La había limpiado, vestido, alimentado. Habíamos dormido muy unidas. Sentir su calor, su incipiente fuerza al mover sus manitas, tan perfectas y pequeñas a la vez, sentirla sobre mi pecho me causaba tal emoción que lagrimas de alegría me nublaron los ojos. Mi niña se removió y gimió.
Su su su, tranquila mamá está aquí, la acunaba y arrullaba.
Tenía que decidir qué era lo mejor para las dos y eché andar. Esta vez mis pasos decididos fueron de vuelta hacia casa.
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Ya no arrastraba los pies, sus pasos eran más resueltos. Su largo cabello negro enmarañado flotaba suelto al aire, las lágrimas empañaban su visión, pero nada interrumpía su camino.
El lodo dificultaba sus pasos, así que iba con cuidado para no caer. Los perros del vecindario le anunciaron que las primeras casas estaban cerca. Uno de ellos se acercó moviendo su cola a modo de saludo. Alegremente saltaba a su alrededor mientras ella seguía avanzando.
Hola Campeón. Déjame continuar,
Campeón pareció entender y le permitió seguir andando sin colocarse en medio de su camino, pero le siguió a modo de escolta.
Pronto despertarían los vecinos y no quería encontrarme con nadie. Estaba decidida. Sabía que necesitaría mucha fuerza de voluntad para lo que estaba por hacer.
¿Estás segura de lo que vas a hacer? Te parecerá bonito –su conciencia regañona le preguntaba– abandonar a tu bebé...
–No la abandonare. La dejaré con mi madre...darla en adopción es abandonarla...
– Pero le ibas a dar una oportunidad de una vida mejor..., continúo su conciencia.
–Yo le daré una vida mejor. Lo intentaré. Buscaré un buen trabajo y volveré por ella.
Moví la cabeza como para despejar ideas diferentes. Hacía tiempo que había decidido marcharme del pueblo y no era momento de echarse atrás. Era la única manera que tenía de salir del infierno en que había estado viviendo desde hacía un par de años, desde que la familia con la que había vivido casi toda su infancia, emigró a España, y me vi obligada a volver a casa con mi madre, su padrastro y hermanastros a los que apenas conocía.
Estaba resuelta. Continué andando hasta llegar a escasos pasos de la puerta de mi humilde casa. Era un bohío bastante amplio, cuatro estancias de paredes de adobe y tejado de hojas de guano. La puerta principal estaba al otro lado y daba a la salita. Desde ella se accedía a los dos dormitorios y a la cocina desde donde se podía llegar al patio a través de la puerta que ahora observaba.
En el patio los animales se revolvieron, como respuesta a mi presencia, reclamaban su alimento.
Le dí un último abrazo a mi hija, la miré a los ojos y le prometí:
Volveré pronto cariño. Te lo prometo. Mamá volverá por ti.
Cuidadosamente envolví su pequeño cuerpo dormido en el pañal grande y caminé hasta la puerta. La depositó en el suelo y golpeé la puerta con fuerza. Dentro la voz de mi madre respondió protestando.
–¡Pero por dios! ¿Quién llama a estas horas? ¿Eres tú Mariana? ¡Vas a ver! ¡Estas no son horas! ¡Yo voy a ver donde tú estabas metida?
Una última mirada a mi hija y eche a correr y logré esconderme junto a una casa cercana.
Desde mi posición vi como se encendió una luz en la cocina y la puerta se abrió. Mi madre con el cabello cubierto por una redecilla y en bata de casa, apareció en la puerta dando voces que molestaron a la recién nacida que comenzó a llorar, entonces reparó en ella. Se inclinó y la tomó en brazos. Miró a su alrededor. Buscando en la oscuridad la respuesta que necesitaba, pero solo Campeón, el perro parecía estar cerca. Echo un último vistazo, y decidió entrar y cerrar la puerta.
Con la cara cubierta de lágrimas eché a correr, de nuevo hacia la salida del pueblo en dirección a la parada de autobuses. Ni una sola vez miré atrás.
definitivamente me engancho la historia, felicidades, esperare mas entregas...saludos
ResponderEliminarWow! Pobre Mariana. Espero que a lo largo de las entregas logre lo que busca.
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