El libro había sido un regalo de su madre, pero ella no se enfadaría porque no lo hubiese leído. Pronto haría un año de su fallecimiento a causa de un atragantamiento con una nuez.
Ramón adoraba los frutos secos, en especial los cacahuetes, pero un día en casa de su cuñada Marta, se atoró. Ella sin titubear evitó que se asfixiara con sus primeros auxilios . Y ahí fue cuando se "enamoró" de ella. Aún mareado, percibió el roce de sus duros pechos cuyos pezones se irguieron desafiantes ante tan inesperado estímulo. Nunca olvidaría el "beso" que ella le dio para salvarlo. Marta dijo que era reanimación boca a boca, pero él tenía la certeza de que ella estaba loca por él. Por eso, el sábado siguiente la visitó para agradecerle que le hubiera salvado la vida.
Marta estaba sola. Ese fin de semana sus niños lo pasaban con el padre y no se extrañó al verlo por su casa.
Varias veces a la semana desde que su hermana María Jesús había enfermado con depresión, Ramón pasaba a recoger la comida que ella cocinaba para ellos dos.
Él la observaba mientras colocaba la comida en recipientes; parecía como si revolviera el aire con el movimiento de sus amplias caderas. No era una belleza, pero su prieto cuerpo inspiraba en él sentimientos desconocidos. Su vestido primaveral entallaba bien y dejaba ver unas curvas de escándalo. El escote permitía ver el nacimiento de unos pechos como pomelos, y él contuvo el aliento recordando aquel perturbador toque contra su pecho.
Caminó unos pasos hacia ella y le dijo:
–Maaarta...–tartamudeó– yoo quería darte las gracias...
El deje nervioso de la voz la sacó de su tarea y su instinto le ordenó que se apartara un poco para verle a la cara . Pero ya era tarde, en apenas unos segundos Ramón había acortado la distancia que los separaba y sin más, la agarró por la cintura buscando sus labios. La mujer se revolvió tratando de zafarse mientras le gritaba que parara, mas en su esfuerzo tropezó con la esquina de la mesa y cayeron los dos. Sintió un dolor intenso con el peso del hombre sobre ella y la cabeza le comenzó a dar vueltas. Intentó arañarle la cara y sólo alcanzó su brazo derecho. Él se impuso con su corpulento cuerpo haciendo presión sobre el pecho de ella a quien le costaba respirar. Casi sin fuerzas, con un quejido de dolor ella le pidió:
–Déjame, por favor.
Las lágrimas ahogaron sus palabras. Sólo podía oír la respiración de Ramón y ver como su cara enrojecida se alargaba, se deformaba hasta desaparecer. Luego lo único que vio fue oscuridad. Unas horas más tarde despertó sola y tendida sobre las frías losas de la cocina a oscuras. A pesar del dolor en todo su cuerpo, consiguió incorporarse y entonces recordó. Caminó hasta el teléfono en la pared y marcó el número de la policía.
Ramón recordó cuando llamaron a su puerta. María Jesús ni siquiera salió de la habitación, así que tuvo que abrir. Era la pasma. Tres uniformados entraron en la vivienda y dijeron que Marta le había acusado de violación. La rabia le llevó a pegar un puñetazo en la mesa. Trató de salir corriendo, pero le cerraron el paso. ¿Cómo podía haberle acusado? Si ella lo provocó todo, declaró cuando le llevaron detenido. Tras un juicio rápido fue sentenciado a dos años de cárcel.
Durante su internamiento recibió pocas visitas, tan sólo su madre lo visitó el primer año. Su mujer nunca fue a verlo. Él imaginaba que estaría enfadada por lo sucedido con su hermana.
Ahora ya estaba libre nuevamente y necesitaba volver a su casa, no tenía otro lugar a donde ir. La parada del autobús estaba cerca y este llegó quince minutos más tarde. Mientras pagaba escudriñó el interior del autobús, el agradable olor de la vida fuera le acarició el rostro al caminar hacia el interior. Junto a la ventanilla encontró un asiento vacío, y evitó mirar a la chica que tras él ocupó el asiento su lado.
Media hora más tarde llegaba a su barrio. No deseaba ver a nadie, por eso cruzó la calle de prisa, pero ni una persona volvió la vista para mirarlo; todos parecían apurados. En un edificio con paredes ennegrecidas, entró al portal. En el buzón abarrotado, su nombre aún aparecía junto al de su esposa, pero no tenía la llave, ni la de su vivienda. Con algo de agilidad, subió las escaleras de dos en dos.
No había felpudo delante de la puerta. A María Jesús nunca le gustaron. Siempre decía que acumulaban polvo en vez de limpiar los zapatos. La puerta estaba cubierta de mugre y el timbre camuflado, no parecía funcionar. Ya estaba roto cuando él vivía allí. Tocó a la puerta con los nudillos, suave al inicio, fuerte más tarde.
–Ésta...no me quiere abrir... ¡María, abre la puerta! ¡Soy yo!
No hubo respuesta. Comenzó a aporrear la puerta hasta que muy enfadado le pegó una patada a la altura de la cerradura y esta cedió.
La estancia estaba en completa oscuridad. Poco a poco su vista se acostumbró y encendió una luz mortecina que iluminó la estancia. Todo estaba como antes. El mueble del salón con las fotos familiares junto a la colección de muñecas de porcelana de su mujer, permanecía cubierto de polvo excepto la televisión que resguardada bajo una tela amarillenta, otrora blanca, hacía juego con el viejo y desvencijado sofá. En la mesita de centro los periódicos se amontonaban y en el suelo era evidente la falta de limpieza.
Pero lo peor era el hedor y la humedad. Mientras recorría con la mirada los objetos tan familiares sentía un olor asfixiante.
–¿Pero qué pasa aquí? ¿Desde cuándo no limpia esta mujer? Aquí apesta –dijo Ramón mientras caminaba por el pasillo hasta la cocina.
No había comido nada desde la mañana. En la cárcel les daban de comer temprano. Para ventilar abrió la única ventana de la cocina que daba a un patio interior. No había mucha claridad. El frigo estaba vacío y apagado. Su mujer quizás habría ido a vivir con su hermana, pensó. Sensaciones de agobio y doloroso vacío se apoderaron de su estomago, así que engulló el contenido de una lata de bonito y otra de aceitunas encontradas en los armarios, y bebió un poco de agua del grifo.
Gracias a la comida de su cuñada, su mujer no había muerto de hambre. Desde que enfermó, ni cocinaba, ni comía por voluntad propia. Marta y él se turnaban para alimentarla.
En los días de hambre que había pasado en la cárcel, si no se llenaba la tripa, cosa muy habitual, dormía una siesta en su celda. Era una costumbre que siempre había tenido; dormir la siesta.
De vuelta por el claustrofóbico pasillo hasta el salón, a la derecha tomó otro pasillo más corto en dirección a las dos habitaciones del piso. La primera era la matrimonial; su habitación. Al abrir la puerta el hedor a humedad y podredumbre se hizo más intenso. Estaba en penumbras, algo de luz entraba por el cristal de la ventana a través de la persiana entrecerrada.
Acercándose a la cama, le pareció ver un bulto y pensó que sería alguna de las incontables muñecas que su mujer llegó a poseer.
No sabía por qué, pero estaba algo mareado.. Se recostó, las sábanas frías lo envolvieron, y el colchón maltrecho protestó ante su peso. Estaba cansado, muy cansado, tumbado boca arriba miraba hacia el techo, sus pupilas dilatadas en la penumbra, no podía moverse y comenzó a respirar con agitación. De pronto sintió frío y con dificultad se giró buscando la manta. El frío se intensificaba a medida que se giraba hacia su izquierda, y comenzó a temblar, su corazón palpitaba con intensidad mientras tiraba de la manta. Poco a poco se tapó, pero no paraba de tiritar. Al tirar de la manta, descubría lentamente la muñeca a su lado, sus ojos se abrieron redondos. El olor se hizo insoportable y se volvió como loco, le costaba respirar. Un dolor intenso le recorrió el brazo hasta su pecho, intentó gritar, pero las palabras no le salieron. Poco a poco un aire helador le cubrió. La manta continuó deslizándose lentamente, dejando al descubierto el cadáver momificado de su esposa que parecía observarle fijamente.